Miedo, aplausos y bastones de mandos hereditarios en las urnas gallegas.
Gracias en parte a la crisis y al creciente interés ciudadano por sacar a la luz el destino de cada euro de dinero público, hemos podido saber los escandalosos tejemanejes de la Gürtel, del Duque de Palma, de la Ministra que no sabe quién le paga sus viajes, de que sacaban partido de EREs fraudulentos, de los negocios de uno de los hijo de Puyol y un largo etcétera que tendría que actualizar cada dos segundos. El problema de levantarte (o acostarte) cada día con un nuevo escándalo es que nos volvemos resistentes a la sorpresa y la indignación toca techo. Esta es la realidad que se vive en Galicia desde que la memoria les alcanza a los más ancianos. Ellos son precisamente quienes pueblan en un porcentaje muy alto las aldeas de menos de mil habitantes que son mayoría en el territorio gallego, aisladas de la actualidad de la urbe por su dispersión. Todo el mundo sabe los chanchullos del alcalde, las irregularidades del presidente de la diputación, los contratos a dedo en la comarca. ¿Pero quién denuncia? ¿Quién habla? ¿Quién no lo ve ya como algo normal? Quieran o no los habitantes de una pequeña población, están en la cadena de la corrupción. El caciquismo lo envuelve todo y más cuando el regidor de turno lleva más años con el bastón de mando que la propia democracia. Y le viene de familia. Esa es la principal característica del cacique. No representa un programa electoral, ni siquiera a un partido. Representa un apellido. 40 años son muchos en el poder y en Galicia muchos cargos electos pasan de manos de padres a hijos. ¿Y las elecciones? Las sigue ganado el mismo apellido. Uno de los factores que hacen que muchos vecinos no rompan la cadena es el factor miedo. ‘Si te presentas por el partido de la oposición te quito la farola de la entrada de tu parcela’, ‘Si no me apoyas en un acto electoral igual no renovamos el contrato de trabajo a tu hermana en el ayuntamiento’. Estas son algunas de las advertencias que en época de elecciones circulan por aldeas de toda Galicia, como sustituto a las banderolas y la megafonía electoral. Porque en las pequeñas poblaciones del rural poca campaña se hace, funciona más el licor café y el apretón de manos. Rara vez aparecen por allí los medios de comunicación. No sólo porque cuando aparecen los focos todos cierran sus casa, sino porque no hay medios masivos que se libren del caciquismo. Subvenciones, publicidad institucional, acceso privilegiado a fuentes. Todo vale para satisfacer los deseos del poder y no buscarse líos, en un circuito periodístico donde todos se conocen. ‘Nunca sabes quién te dará trabajo’, señalan los profesionales de la información en Galicia, una afirmación más que entendible cuando detrás de uno de los principales diarios de la comunidad está la presidencia de la diputación. Sólo se rompe esta relación de comida y obediencia cuando un escándalo de proporciones estatales salpica a los caciques más ilustres. Como el caso de José Luis Baltar, que tras 25 años dejó la Presidencia de Ourense en manos de su retoño. Cuando tuvo que declarar como imputado por haber enchufado con contratos irregulares a 104 personas (entre familiares, alcaldes y afiliados del PP), escenografió como nadie su poder siendo aclamado por decenas de alcaldes populares en la puerta del Tribunal. Una escena que, aunque en menor grado, se puede ver cualquier día a cualquier hora cuando el alcalde ‘de toda la vida’ hace acto de presencia en el bar de la aldea. Y que se cuide el que le discuta o no le ría los chistes, porque entonces ya estará condenado en el pueblo.
Laura L. Ruiz, periodista especializada en política y comunicación para el desarrollo.
Groundpress mantiene los derechos sobre su trabajo.
Contactar directamente con Groundpress aquí.
Visitar su página web: www.groundpress.org